Sobre ciencia, vacunas y pandemia

 En esta entrada, recupero varios interrogantes que me planteé en los primeros meses de vacunación contra el coronavirus. es una entrada un poco más larga de lo que acostumbro a presentar.

Uno no puede dejar de preguntarse cuál es el papel que ha jugado la ciencia en el desarrollo de las decisiones que se han tomado a nivel político –tanto local como mundial- para afrontar la pandemia provocada por el coronavirus y las consecuencias que pueden tener estas decisiones para la ciencia.

Sólo unos días antes de marzo de 2020, la mayoría de los occidentales pensábamos que lo que estaba ocurriendo en Wuhan era algo impensable aquí. Eran cosas de chinos, cosas de países de segunda división. En nuestra flamante Europa, con el nivel del sistema sanitario de sus miembros, no podía pasar nada parecido. Era imposible que el problema se trasladara hasta aquí. El desarrollo de los estándares de vida, la medicina, las condiciones higiénicas, etc. habían convertido las pandemias en un recuerdo lejano y propio de otra época. Dentro de nuestra superioridad como civilización está el grado de desarrollo alcanzado por la ciencia que hace imposible cosas pertenecientes a épocas más oscuras.

Pero el virus llegó; y no sólo llego, sino que nos sumió en un desconcierto inimaginable: hospitales colapsados, morgues llenas, instrucciones contradictorias, confinamiento domiciliario estricto, cierre de muchos sectores, información diaria que mostraba la falta de soluciones y de criterio. En definitiva, nadie sabía qué hacer. ¿Y qué pasaba con la ciencia en esos momentos?

La ciencia se puso a trabajar, como hace, de manera rutinaria: muchos laboratorios secuenciaron el virus, describieron su estructura molecular, determinaron su mecanismo de acción… No era el primer coronavirus descrito y la maquinaria se pudo poner en marcha con rapidez. Algunos de estos laboratorios se lanzaron a buscar posibles curas y vacunas que nos inmunizaran contra el virus. Muchos de los resultados se publicaron en tiempo récord. Hasta aquí, nos asomamos a una imagen habitual de la ciencia, aunque con un punto más de velocidad a la hora de avanzar resultados. Si bien esto supone una muestra de lo que podemos llegar a hacer ¿qué influencia ha tenido esta demostración de conocimiento en la contención de la pandemia?

Mientras esta silenciosa ciencia de laboratorio daba sus pasos, se tomaban decisiones políticas que respondían a los “estrictos consejos de los científicos”. Una primera pregunta que surge es ¿quiénes son estos científicos? La palabra mágica que acompañaba toda decisión era “expertos”, siempre había una remisión a un comité de expertos, una alusión a las recomendaciones sanitarias, etc.

No niego que hubiera consultas a profesionales sanitarios de las estructuras del estado y comunidades, pero parece ser que nunca hubo tal comité de expertos y que, además, las constantes alusiones a estas autoridades jugaban un papel despolitizador de las decisiones tomadas en el plano político. También vimos cómo el portavoz del gobierno no era un político sino un funcionario epidemiólogo.

Las decisiones políticas han tenido una mayor o menor aceptación, una mayor o menor incidencia, contradicciones y cambio de parecer… pero, en general, el hecho de ser avaladas por la ciencia (así, en genérico) propició una buena aceptación en una gran parte de la población.  Pienso que todo lo ocurrido ha podido tener consecuencias en la percepción que tenemos de la ciencia: puede que estemos asistiendo a una desmitificación de la misma y se está reduciendo la confianza en su capacidad de “salvación” y eterno progreso.

A esto se une el papel de las farmacéuticas. Creo que no podeos considerar a la industria farmacéutica como ciencia sino como industria asociada a la ciencia. Esto no quiere decir que no use herramientas científicas, sino que su interés es principalmente económico. Los criterios de qué medicamentos se desarrollan tienen una consideración económica. Se ve muy claro cuando vemos la rapidez en desarrollar una vacuna contra el coronavirus y lo comparamos con un patógeno mucho más letal como es el causante del ébola. En este caso, el suculento mercado y la inyección de dinero público ha permitido un desarrollo de la vacuna a una velocidad vertiginosa.

La vacuna no sólo ha supuesto un logro científico sino un aumento en la desconfianza hacia las posibilidades de la ciencia. Sin duda es un logro científico –y no sólo de la industria farmacéutica- porque el trabajo de multitud de laboratorios, sumado al conocimiento de las farmacéuticas han conseguido lograr este hecho impresionante. Pero, por otro lado, hemos visto cómo se producía una lucha entre vacunas que hacen aumentar la desconfianza de la ciudadanía hacia ellas. A la velocidad inusitada en la obtención de una vacuna, se añadía la sospecha de efectos nocivos para la salud que parecían tener algunas de ellas. Pero ¿eran reales estas sospechas? ¿recaen las mismas sobre la industria o sobre la ciencia en general? ¿La desconfianza es de origen científico o de origen político?




La repuesta a estas preguntas no es algo secundario. Hemos asistido a un continuo baile de criterios, siempre haciendo seguidismo de la alarma que la aparición de ciertas noticias suscitaba en la opinión pública. Se supone que los medicamentos siguen unos procedimientos y cumplen unos protocolos antes de salir al mercado para su uso generalizado. ¿Se han cumplido en estos casos? Se supone que si las diferentes agencias del medicamento lo han aprobado, la respuesta a la pregunta debe ser afirmativa. 

No sé si podemos creer que sea casual que las vacunas más cuestionadas en las primeras etapas de vacunación hayan sido las que están basadas en otras que llevan tiempo funcionando, que eran más baratas y fáciles de almacenar. ¿Se trató de una campaña de desprestigio promovida por algún competidor? No lo sabemos. Sea o no sea así, me gustaría haber conocido qué datos teníamos, qué porcentaje de afectados por trombosis había respecto al total de personas vacunadas, qué variación se daba entre las trombosis sufridas años anteriores y las que se han diagnosticado durante los primeros meses de vacunación. Sólo así podríamos saber el riesgo real de la vacuna.

En el caso de una vacuna concreta ¿Qué criterios se siguieron para decidir la suspensión de su administración? 

Porque podríamos estar ante la paradoja de que una posible maniobra comercial de desprestigio a la competencia y una toma de decisiones basadas en las emociones y el miedo, nos hayan presentado un fracaso atribuido a la ciencia. Cuando menos, es algo que merece la pena preguntarse.


Por Javier Martínez Baigorri.


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